lunes, 22 de junio de 2009

Undecálogo humorístico del buen reforestador.



por Toto


En estos últimos días en los que escribimos (por fin) la palabra FORESTAL con mayúsculas en el nombre de nuestra brigada, me he dado a la tarea de redactar a dictado de el Abuelo Pino, cual Moisés lampiño en un Sinaí con ruedas (dígase silla), el undecálogo de normas absurdas y surrealistas que todo buen artista-reforestador (o viceversa) debe seguir para llevar una vida plena de satisfacciones. Helas aquí.


1. Nunca digas "vengan para cortar sus bolsitas" si no estás preparado para recibir un alud de niños enloquecidos encima.


2. No te extrañes si encuentras una cuchara en una cepa.


3. No debes subestimar a Beto "Pantalones Chidos" en cuanto a sus habilidades en baloncesto.


4. Jamás comas hidrogel, y menos sin aderezo.


5. Amarás a tu bloqueador solar como a ti mismo.


6. No te insoles, Many.


7. Lee el manual antes de intentar armar una tienda de campaña...por piedad.


8. Cuida tu sleeping, que Laura es friolenta.


9. Mantén al grupo alejado de perros peleoneros.


10. Si en la reunión escasean las gomitas, no entres en pánico, no uses elevadores ni escaleras, cuéntalo a quien mas confianza le tengas...y come frutas y verduras ('tan mas buenas).


11. Repite las reglas anteriores 124 veces mientras silbas el himno de Juatarhu al revés (lo sé, no hay ningún himno, pero estamos trabajando en eso). Hágase antes de comer y después de ir al baño.


Éstas son pues las divinas máximas que los llevarán a una vida mejor. Hagan el favor de ser felices.


miércoles, 10 de junio de 2009

Entre árboles y semillas. El arte de crear un bosque.


Por Nin

Algunos crean música, otros cuentos y narraciones virulentas, algunos crean más que imágenes sobre óleos, otros esculturas y danzas delicadas. Hoy todos los anteriores se han unido para crear un bosque que susurre melodías, cuente anécdotas, dibujando con sus ramas al aire, que figure estatuas y relieves varios que danzaran al son de un viento espectacular... Toda una verbena.

Las grandes experiencias a menudo se hacen esperar, y el campamento en la Pacanda ya comenzaba a catalogarse como mito rural después de posponerlo un par de veces. Hundidos entre contratiempos relacionados con compromisos personales, sobre todo aquellos referentes a la multipremiada Tiranía Escolar, nos hicimos un huequito en la saturada agenda de cada uno de los juatarhus para embarcarnos el pasado sábado 6 de junio a la isla de la Pacanda (un poco más abajo podrá usté apreciar el letrerote que nos lo anunciaba).


Arre pues. La mañana de la citada fecha pintaba para ser larga y ajetreada, pero bastante inusual. Alistamos mochilas, cobijas y demás equipo profesional, y nos trepamos en una ballena con ruedas -si, con ruedas- directo a la Troje. Hicimos una pequeña parada en la plaza, y Toto se despidió momentáneamente, pues ese día fue su exámen para la universidad. A lo largo del camino aquel balénido mecánico, se fue llenando de muchachones madrugadores -eran como las 9 de la mañana- y entusiastas.

La Troje. La primera reforestación Juatarhu.

Ya llegados a la Troje, se nos entregaron cedros y pinos para sembrar, se nos cedió un terreno para explayarnos agustote y comenzamos el trabajo. Los pocos árboles que había en aquel terreno nos hicieron tregua ante el sol matutino pero veraniego. A pesar de la poca experiencia -y de que no habíamos desayunado- terminamos el trabajo con un relativo éxito.

Oliendo a tierra y apabullados por el hambre matutina, nos encaminamos a la plaza de Pátzcuaro, donde nos dimos un momento de esparcimiento deleitándonos con un coctelito de frutas bañado en chile y limón; estando ahí recibimos el mensaje de que Jarco (quien se encargó de darnos el taller de campismo) y Toto ya estaban cerca. Los encontramos y de inmediato nos encaminamos a Puacuaro, donde sería el embarque hacia la Pacanda.
El embarque resultó bastante divertido, y el desembarque fue tan rápido que ni lo sentimos... Lo único que sentíamos era un profundo deseo por engullir algo sustancioso.















La Pacanda.Taller de campismo, Juatarhus alrededor del fuego.

Después de paladearnos unos charales, regresamos donde reposaba nuestro equipo de campismo, y procedimos al primer paso, que fue armar nuestro refugio. Mientras unos armábamos tiendas, otros trataban de mantener el resto del equipo en orden, los chicos de la Pacanda amablemente se encargaron de conseguir leña para la fogata mientras Cardiela acomodaba los trozos de leña que le iban dejando para construir dicha fogata. Momentos despues nos encontrábamos alrededor del fuego, compartiendo con los lugareños agradeciéndoles que nos permitieran crear ese cuadro y persuadiéndolos para que la timidez la arrojaran al fuego. Después de habernos presentado, se nos invitó a cenar unas ricas quesadillas y un exótico atole de tamarindo. Aparentemente la noche Juatarhu en la Pacanda apenas terminaba, sin embargo esa enorme luna nos anunciaba que apenas comenzaba, y aquel fuego nos pedía solemne que lo acompañaramos, aunque fuera solo por esa noche.

Y asi sucedió, algunos no ocupamos nuestros lugares en las tiendas de campaña y dormimos de frente al fuego.

Nos levantamos muy temprano (como había dicho al principio de la presente, somos muchachos madrugadores) se nos informó sobre nuestro intinerario. El desayuno (abundante, por cierto) resultó excelente para lo que se nos aproximaba. De ahi fuimos a la Telesecundaria de la isla, donde se nos dio el taller de siembra. Y ahí estábamos, Juatarhus y lugareños, con pinta de oligofrénicos todos metiendo las manos a la tierra con cara de felicidad (no nos culpen, esa tierra estaba bien chida) llenando nuestras bolsitas con la misma, cada una destinada para un par de semillas. Terminando con el taller de siembra, ya encarrerados le seguimos al asunto de la reforestación, y como en la telesecundaria no nos cupieron todos los árboles que llevábamos, nos movimos a la plaza de la isla, donde terminó nuestra obra forestal. Llenos de tierra, asoleados, llenando un pequeño hueco en el estómago con frituras inmundas, sentados en un banquita de la plaza, así nos veíamos al finalizar. Pero los Juatarhus aún no estaban satisfechos, y en cuanto las frituras inmundas se terminaron, algunos intergantes de la brigada hicieron un pequeño equipo y jugaron un picadito de basquet con los chicos de la Pacanda. El juego resultó bastante emocionante, aunque el equipo de Juatarhu recibió una paliza, no importaba. Todos estábamos más que satisfechos.

Fuimos a engullir la última comida en la isla, que supo a gloria a nuestros valerosos jugadores (supongo, porque yo no jugué), terminamos, dimos las gracias a la señoras que estoicamente se dedicaron a alimentarnos ese par de días, dicho sea de paso, siempre amables y con una sonrisa en el rostro. Nos encarreramos para regresar al campamento y levantar tiendas, enrrollar cobijas y recojer basura. Deduzco que nos enarreramos demasiado, porque esperamos la lancha un largo rato. Ese rato nos limitamos a tocar percusiones y mirar a horizonte, estábamos verdaderamente agotados. La lancha llegó, no sé como la habremos mirado, pero supongo que salivamos y hasta miedo dábamos. Subimos las cosas tan rápido como cuando desembarcamos y nos dirigimos de regreso a Puácuaro. El lago salpicaba y yo trataba de no mirar el oleaje del lago, por las terribles y bochornosas consecuencias que traería. Llegamos a Puácuaro exitosamente. Cargamos las camionetas y nos encaminamos a la residencia Merino-Amezcua.

El recuento.
Nos reunimos con Cardiela, hicimos un recuento de lo logrado, de lo aprendido, de lo valorado. Hablamos sobre como organizarnos para reforestaciones posteriores, sintiendo una enorme satisfacción para con nosotros. Hablando de manera personal, creo que el campamento sirvió para enlazarnos más como compañeros, como amigos y como brigada.

Regresando a casa con un agradable sabor a tierra.

miércoles, 3 de junio de 2009

HOMENAJE 1920-2009

Estaré donde menos lo esperes.
Por ejemplo, en un árbol añoso de oscuros cabeceos.
Estaré en un lejano horizonte sin horas, en la huella del tacto,
en tu sombra y mi sombra (...)


Mario Benedetti


El cielo del poeta
BITÁCORA DE GIOCONDA BELLI
09:08 - 20/05/2009

A Mario Benedetti no se le notaba que era poeta. Era un hombre de mediana estatura, la espalda un poco encorvada, el rostro quieto y observador, el bigote quizás era lo único que lo delataba como alguien con un sentido especial de sí mismo. En las reuniones, no era el más chispa, ni el más sonoro. Lo miraba todo con ojos de conocedor, pero sin hacer alarde de su hondura o su sabiduría. Sonreía con esa melancolía propia de la gente del Sur, gente que ha sufrido y que se toma la alegría y la risa con su gramo de sal, pero sin escatimar la plena importancia de la gracia de quienes saben hacer reír. Era un partícipe amable de las reuniones, sin un ápice de arrogancia, sin compulsión alguna por llamar la atención. Iba y venía con el ánimo del grupo sin perder su centro, sus ojillos de liebre atentos al movimiento: un hombre interior que se bebía el mundo callado y sin estridencias.

Cuando lo conocí en La Habana, en 1981, en la Casa de las Américas, en su oficina, quise decirle y creo que le dije, lo mucho que me había acompañado. Recordaba noches enteras de mi exilio en México y en Costa Rica, leyéndolo ávidamente. Su poesía era de esas que me ponían la piel tierna. Le dije que sus poemas eran como el gatillo de una pistola que se disparaba dentro de mí y me llenaba de palabras, de ecos. No había vez que no lo leyera sin que me poseyera el deseo de escribir poemas también. Y era porque me ponía la piel suave, me abría el camino hacia una intimidad que me revelaba cosas de mí misma que yo ignoraba antes de leerlo. El sonrió escuchándome, me agradeció el homenaje con un movimiento breve de su cabeza y siguió conversando sobre su trabajo en la Casa de las Américas donde coordinaba el premio cubano de cuyo jurado formé parte aquel año.

Vi a Mario muchas veces más. Se convirtió en amigo, en ser cercano, en uno de esos privilegios que la vida nos depara con su misteriosa generosidad. Y estuvo en Nicaragua durante la revolución, departiendo como solía hacerlo, con una humildad dulce y verdadera que lo hacía ser aún más adorable, porque uno sabía de quién se trataba y se maravillaba de ver aquel ser cuyo nombre andaba de boca en boca en toda América Latina, comportándose con esa sencillez; la sencillez que lo hacía ser precisamente el poeta que era, un poeta transparente, sin ningún artificio, un ciudadano de la vida sin más gloria que la de saber que su oficio era vivir y contarlo.

Fui a visitarlo en Montevideo en 2008. Lo vi como una cascarita de nuez, agrietado y frágil en el sillón donde me recibió en su casa. Ya estaba muy enfermo. Ya había muerto Luz, su esposa, y la soledad y la tristeza rodeaban su intimidad de pasajero que no terminaba de acomodarse ni en la vejez, ni en la proximidad de la muerte. Sus ojos vivaces seguían brillando. Brillaban más, si es posible que años atrás cuando andaba más vivo por la vida. Hablamos de poesía, de Nicaragua. Me contó de su cansancio ingrato, pero también de sus proyectos, de los libros que seguía escribiendo. Y lloré cuando partí, cuando la puerta de su apartamento se cerró tras de mí y de Hortensia Campanella con quien fui a visitarlo. Sabía que no lo vería ya más. Era evidente que se apagaba como un cirio que llegaba al cabo a su último resplandor. Y que se apagara, la certeza de que aquella palabra se diluiría en el tiempo y la lluvia, me llenó de tristeza y de inconformidad.

Ahora Mario ha dejado ya su apartamento. No volverá a sus libros, a su sillón cerca de la ventana. No escribirá más sus versos con mano temblorosa. El hueco del espacio que ocupaba es una muesca doliente en el árbol de la poesía viva de América Latina. Se ha marchado al cielo de los poetas y creo que será uno de los que más se asomarán a las ventanas de la noche estrellada. Tan quieto y dulce como era, tengo la seguridad que será de los que más extrañen estar aquí, oír el sonido de los demás, captar el movimiento del sol sobre la acera, el paso de las tardes, el rumor de las parejas en los parques, porque nadie como él sabía hacer el silencio interior que se requiere para escuchar, para estar atento, para captar el pálpito ajeno, ése que hacía que su poesía fuera tan nuestra, como si la escribiera desde un corazón que prestaba a cada quién y devolvía con creces.

Mayo de 2009
Publicado por: Ramón Merino/Foto: D.R.